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Un fantasma recorre Occidente: el fantasma del Islam. Tal como ocurriese hace siglo y medio con los comunistas del manifiesto de Marx, no existe hoy acto inexplicado de terror cuyo origen no se busque en el irredentismo musulmán. Cautivo y desarmado el enemigo comunista tras la caída del muro de Berlín, el fundamentalismo islámico ha ocupado el lugar vacante en el imaginario colectivo de Occidente. Durante el pasado agosto, Estados Unidos lanzó misiles sobre objetivos en Afganistán y Sudán como represalia a los atentados contra sus embajadas en Kenia y Tanzania, y la plácida comprensión de sus aliados europeos o asiáticos sólo es explicable desde la convicción íntima en la culpabilidad islámica: de las atroces matanzas de Argelia a la teocracia arcaica de los talibanes, el mundo musulmán aparece en el espejo oscuro de los medios de comunicación occidentales como una cruel catástrofe cuyas convulsiones suponen una tenebrosa amenaza para todos.
Esta representación calamitosa del Islam oscurece y margina la producción intelectual y artística de un conjunto de países que reúne a mil millones de personas. Secuestrada en ocasiones por orientalistas celosos, incomprendida otras veces por un cosmopolitismo impermeable, e ignorada la mayor parte del tiempo por los grandes foros de debate, la cultura islámica es un continente vasto y oculto, del que no se excluye la arquitectura contemporánea (prácticamente desconocida fuera de su ámbito geográfico) y en el que no es excepción un país como el nuestro, cuya lengua, cuya arquitectura y cuya identidad mestiza tanto debe a ocho siglos de presencia musulmana. En este contexto de ignorancia perezosa, los premios Aga Khan de arquitectura, que se conceden cada tres años a proyectos realizados en países islámicos o utilizados por comunidades musulmanas, constituyen una ventana luminosa y rara sobre ese paisaje en sombras; y el hecho de que en ésta su séptima edición la ceremonia de entrega haya tenido lugar en LaAlhambra invita especialmente a la reflexión.
Dotado con medio millón de dólares (75 millones de pesetas) y elegido por un jurado del que formaban parte la iraquí residente en Londres Zaha Hadid, el japonés Arata Isozaki y el filósofo norteamericano Fredric Jameson, junto a varios arquitectos e historiadores islámicos, el premio de 1998 ha recaído sobre siete proyectos cuya variedad y dispersión geográfica expresan bien tanto la diversidad de las sociedades musulmanas como la urgencia de sus necesidades y la dimensión de sus conflictos. Desde conjuntos representativos como la Asamblea del Estado de Madhya Pradesh, el Complejo de Artes de Alhamra en Lahore y el Palacio Tuwaiq en Riad, hasta pequeñas realizaciones como una casa en una antigua plantación de caucho de Malasia y un hospital de leprosos en la India, pasando por proyectos urbanos como la rehabilitación de la ciudad vieja de ebrón y la urbanización de los barrios pobres de la ciudad de Indora, los siete galardonados componen un retrato poliédrico y verosímil del mundo islámico.
La calidad de las arquitecturas premiadas con el Aga Khan no es siempre proporcional a la magnitud de los recursos invertidos en ellas; sin embargo, todas representan aspectos significativos del mundo musulmán. Así, la retórica monumentalidad de Nayyar Ali Dada en el Complejo de Artes de Lahore evoca las murallas rojas de los fuertes mongoles con geometrías triviales que hacen añorar al Louis Kahn de Dhaka; y la acumulación de anécdotas formales de Charles Correa en la Asamblea de Madhya Pradesh apenas se controla con el rotundo perímetro cilíndrico; pero ambos conjuntos expresan bien las ambiciones culturales y políticas de dos vecinos rivales, Pakistán y la India. En contraste, la leprosería de los jóvenes arquitectos noruegos Jan Olav Jensen y Per Christian Brynildsen es un ejercicio emocionante de construcción elemental con pizarra, arenisca y bóvedas de ladrillo; y la urbanización de Indora, diseñada por el ingeniero Himanshu Parikh, es un proyecto admirable de mejora de las redes de agua poable y alcantarillado llevada a cabo con recursos limitados, ingenio técnico e imaginación sociológica.
Dos proyectos situados en países árabes ilustran a la vez la fascinación formal de los contextos y el dramatismo de las fracturas históricas. El Palacio Tuwaiq es el club de recreo del barrio diplomático de Riad, la capital de Arabia Saudí, y se levanta en una meseta pedregosa al borde del desierto. Diseñado conjuntamente por el alemán Frei Otto, la ingeniería británica Buro Happold y la firma saudí Omrania, el club está formado por una cinta serpenteante de 800 metros de longitud que alberga en su interior un jardín, y a cuyo exterior se adosan tres grandes carpas que cubren restaurantes y piscinas. Oasis, fortaleza y campamento, el recinto recreativo es un reducto de privilegio, proyectado en su mayor parte por extranjeros y destinado también a ellos; pero es al mismo tiempo un homenaje inteligente a la sabiduría vernácula y a los arquetipos autóctonos, y su perfil lejano de toldos y murallas evoca tanto la condición nómada como la tentación sedentaria del habitante del desierto.
La rehabilitación de Hebrón, por su parte, se propone la regeneración física y social del centro histórico de una ciudad sagrada para tres religiones, pero que ha sufrido las consecuencias del conflicto entre árabes e israelíes; un conflicto que provocó el abandono y subsiguiente deterioro o ruina de la mayor parte de las casas de piedra de la ciudad vieja. Estas casas históricas, que albergan viviendas en las plantas superiores y tiendas en la planta baja, están siendo reparadas desde 1995 por el Comité de Rehabilitación de Hebrón, en el que participan la administración, residentes y ONGs, con el propósito de recuperar tanto la urdimbre material como la vitalidad residencial y comercial de la ciudad antigua. Y aunque ese esfuerzo coral comienza a dar sus frutos, es inevitable preguntarse por la continuidad de los logros, tan frágilmente dependientes de un proceso de paz que se estanca en cada desencuentro entre Arafat y Netanyahu, y de un proyecto económico que no parece ofrecer a las ciudades de Palestina otro futuro que el deplorable modelo turístico representado por el casino de Jericó.
De la opulencia saudí al desamparo palestino, en el mundo islámico coexisten la complacencia y la cólera, la obstinación y el orgullo, la tenacidad y el temor. Frente a los fantasmas fundamentalistas cuya agitación interesada oculta la variada realidad de las sociedades musulmanas, la exploración de los fundamentos materiales y culturales de sus arquitecturas que lleva a cabo el premio Aga Khan es el mejor cimiento sobre el que levantar el conocimiento y el diálogo, y también la mejor receta para ahuyentar el fantasma más peligroso de todos: el fantasma fanático de la mutua ignorancia.